Europa, cuna del cristianismo, enfrenta su mayor crisis espiritual. Entre templos vacíos y nuevas ideologías, ¿puede volver a oír la voz de Dios?
Desde los días del apóstol Pablo hasta la era del secularismo, Europa ha recorrido el camino del Evangelio al olvido.
Europa ha llegado a un punto en que debe decidir a quién pertenece su alma. Entre los templos vacíos y discursos de progreso, museos que conservan su fe como pieza arqueológica y jóvenes que ya no saben que es orar o rezar, algo en el corazón de este continente late todavía, como una brasa bajo la ceniza. No todo está perdido; pero todo puede perderse.

Las noticias sobre el irrespeto a lo sagrado y pensar en lo que Europa fue, hace resonar en la mente y el corazón la urgencia de un despertar espiritual. Europa no necesita un pasado glorioso: necesita un arrepentimiento profundo. Volver su vista al Evangelio, no como herencia cultural, sino como fuente de sentido.
Porque si alguna vez el cristianismo modeló su espíritu, quizá ahora deba salvarlo.
En estas cortas líneas, no pretendo dar un diagnóstico espiritual, sino un llamado. Europa —tan culta, tan racional, tan cansada— se encuentra otra vez ante el Areópago1: donde debe elegir entre, escuchar o burlarse, entre el cinismo de los sabios o la fe de los humildes. La historia del cristianismo en este continente no está concluida; apenas atraviesa su noche oscura. Y en esa oscuridad, debe llegar el amanecer del evangelio.
Los orígenes en un mundo pagano
Este continente, antes de ser la Europa cristiana, fue un vasto santuario de dioses. En los albores de nuestra era, el Mediterráneo hervía de supersticiones, cultos y filosofías. Roma toleraba todos los credos, siempre que no osaran desafiar su autoridad. En aquel mundo saturado de ídolos, el cristianismo irrumpió como una herejía peligrosa, un acto de rebelión espiritual contra el orden del mundo.
El Cristo resucitado no fundó una escuela ni levantó ejércitos, plantó una semilla. Su reino —tan invisible como invencible— comenzó entre los marginados de la historia, entre pescadores y publicanos, mujeres y esclavos. Y, sin embargo, aquella palabra sencilla —pero poderosa a la vez— acabaría desgarrando el tejido del imperio.
De todos los nombres que se puedan mencionar en esa primera expansión, Pablo de Tarso brilla con una luz singular. Su conversión fue una inversión de destinos: el perseguidor se volvió heraldo, el celoso defensor de la ley, se convirtió en profeta de la gracia. Al recorrer las ciudades del mundo grecorromano —Filipos, Tesalónica, Corinto, Éfeso— sembró los cimientos espirituales de Europa. Se caracterizó por traducir el mensaje de Cristo al lenguaje del mundo clásico, convirtiendo una fe nacida en Palestina en una religión universal.
En un imperio construido sobre la fuerza, Pablo predicó la debilidad; en un mundo regido por el privilegio, proclamó la dignidad del esclavo. Y así, casi sin darse cuenta, la cruz comenzó a sustituir a la espada como símbolo del poder moral.
El auge: de la cruz a la catedral
Tres siglos de persecución no lograron sofocar la llama del evangelio y la verdad. Los emperadores podían ordenar ejecuciones, pero no podían matar la esperanza. La sangre de los mártires fue semilla, y de esa semilla brotó una nueva civilización. Con el Edicto de Milán 2(313) y el Edicto de Tesalónica3 (380), el cristianismo pasó de ser una fe clandestina a religión imperial. La cruz coronó los estandartes de Roma, y el Dios de los perseguidos se convirtió en Dios de los tronos.
Europa, entonces, se transformó en el gran jardín del cristianismo. Durante más de un milenio, la fe no solo orientó la vida privada, sino que dio forma a la cultura, al arte, al derecho y a la moral. Las catedrales fueron su poesía mineral; los monasterios, su memoria; la liturgia, su música. Incluso los conflictos —la Reforma, las guerras de religión— eran signos de una fe que seguía latiendo con fuerza, aunque desgarrada por sus propias contradicciones.
Desde Roma hasta Ginebra, desde Compostela hasta Canterbury, Cristo fue la medida de todas las cosas. Y desde los puertos europeos zarpó una evangelización planetaria: misioneros y conquistadores llevaron el Evangelio, con luces y sombras, a los confines del mundo. Nunca la fe cristiana tuvo tanto poder ni tanta influencia cultural como en esa era en que Europa se creyó el corazón del universo.
La decadencia: el eclipse de Dios
Pero toda fe corre el riesgo de volverse costumbre, y toda costumbre de vaciarse de espíritu. A partir del siglo XVIII, Europa emprendió la que sería su gran revolución interior: la de la razón contra la revelación. La Ilustración, con su optimismo racional y su confianza en el progreso, desplazó a Dios de su trono para colocar allí al hombre.
Al principio, se creyó que bastaba con sustituir la fe por la ciencia; que el cielo podía ser reemplazado por la Enciclopedia. Pero esa sustitución fue más dolorosa de lo que sus apóstoles imaginaron. El siglo XIX proclamó, con Nietzsche, la muerte de Dios; el XX demostró lo que ocurre cuando el hombre se erige en su propio dios: guerras totales, genocidios, nihilismo. Europa, que había querido emanciparse del Absoluto, terminó esclava de sus ideologías.
Hoy, el continente vive bajo una apariencia de serenidad: templos convertidos en museos, procesiones reducidas a folclore, credos diluidos en sentimentalismo. La fe ya no se niega con furia; se ignora con cortesía. El cristianismo ha dejado de ser un escándalo para volverse una reliquia.
El relativismo —esa nueva teología de la indiferencia— ha borrado la noción de verdad. Creer que Jesús es el camino y la verdad suena a insolencia en un mundo que celebra todas las opiniones menos la convicción. Europa, saciada y cansada, ha perdido el hambre de Dios. Como la iglesia de Éfeso en el Apocalipsis, ha dejado su primer amor.
El vacío y las nuevas religiones
Pero el alma humana no soporta el vacío. Cuando el cristianismo retrocede, otros credos avanzan. La historia no conoce el silencio religioso: lo que cae de una mano es recogido por otra. El auge del islam en las ciudades europeas, el retorno del esoterismo, las espiritualidades orientales y el nuevo paganismo ecológico son síntomas de una nostalgia de lo sagrado que la modernidad no logró curar.
El protestantismo evangélico, minoritario, pero ferviente, representa hoy una voz incómoda. En una sociedad que tolera todo menos la certeza, el creyente que proclama la exclusividad de Cristo parece un anacronismo. El europeo secularizado tolera con condescendencia la fe del inmigrante musulmán, pero mira con recelo al compatriota que se declara cristiano “nacido de nuevo”. En el fondo, teme ver en él el espejo de lo que su civilización fue y ya no es.
Conclusión: el llamado del nuevo Areópago
Europa no está perdida: está dormida. Su fe no murió; se adormeció entre el ruido del bienestar y la prisa del progreso. Pero todo sueño tiene un despertar, y, ¿Acaso, el Espíritu —que una vez habló en Jerusalén y en Atenas— no puede volver a hablar ahora?
El cristianismo europeo no necesita nostalgia; necesita coraje. No precisa restaurar su poder, sino recuperar su voz. No hace falta que vuelva la cristiandad, sino que resurja el testimonio. El continente que evangelizó al mundo debe ahora evangelizarse a sí mismo.
El Areópago del siglo XXI ya no es una colina en Atenas: son las universidades, los parlamentos, las redes digitales y los cafés donde se discute sobre todo, menos sobre el alma. Allí, debe volver a resonar el anuncio que cambió la historia: “A aquel Dios que ustedes adoran sin conocer, es a quien les anuncio.”
Y si el Evangelio conquistó una vez un imperio con la palabra de unos pocos, ¿Por qué no podría hoy volver a conquistar Europa con la fe viva de los que aún quedan?
La historia lo ha probado una y otra vez: la verdad no necesita multitudes, solo testigos fieles —fieles a Cristo—.
Europa puede renacer. Pero su resurrección no vendrá de sus gobiernos ni de sus economías, sino de su corazón arrepentido. Solo entonces, el viejo continente dejará de ser un museo y volverá a ser un milagro.
Escrito desde Guatemala
- Tribunal superior de la antigua Atenas que se reunía en la colina de Ares. ↩︎
- El Edicto de Milán fue una proclamación del año 313 d.C., firmada por los emperadores romanos Constantino I y Licinio, que otorgó la libertad religiosa a todos los súbditos del Imperio Romano, incluyendo a los cristianos. ↩︎
- El Edicto de Tesalónica, fue un decreto de los emperadores romanos Teodosio I, Graciano y Valentiniano II que estableció el cristianismo niceno como la religión oficial del Imperio Romano. ↩︎
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