Descubre el significado profundo de la adopción desde la perspectiva bíblica: más que un acto legal, es una poderosa imagen de la gracia y del amor divino reflejado en la inclusión familiar.

Hace algunos días, por motivos de trabajo, tuve la oportunidad de visitar un orfanato. Durante el recorrido, llamó mi atención, una leyenda escrita en la pared que decía: «Adoptar, es decir, con tu vida: Aquí estoy, Señor, para amar como Tú amas».
La adopción es un proceso legal por el cual una pareja asume la responsabilidad de: “cuidar, criar y amar a un niño o niña que no es su hijo biológico”. Una vez adoptado, ese niño pasa a ser parte legal y emocional de la nueva familia, con los mismos derechos que un hijo natural.
En la Biblia —especialmente en el Nuevo Testamento— la adopción se presenta con una riqueza simbólica y teológica que trasciende su dimensión jurídica. Más que un simple trámite civil, la adopción bíblica representa la inclusión plena en una familia por gracia, reflejo del amor divino.
Adopción en el Antiguo Testamento: Práctica Cultural y Metáfora Divina
En el Antiguo Testamento, la adopción no era una práctica común entre los israelitas, hasta el punto de que no existe un término técnico hebreo para ella. Esto se debía en parte a la estructura social y legal de Israel, que ofrecía alternativas a la infertilidad como la poligamia o el levirato. Además, la fuerte importancia de la herencia tribal y la preservación del linaje reducían la necesidad de acoger formalmente a hijos no biológicos.
No obstante, encontramos ejemplos aislados que muestran un concepto cercano a la adopción. Jacob, por ejemplo, “adoptó” a los hijos de José, Efraín y Manasés, dándoles plena identidad dentro de su linaje (Génesis 48:5). La hija del faraón “prohijó” a Moisés (Éxodo 2:10), y Mardoqueo hizo lo propio con su prima huérfana, Ester (Ester 2:7). Estas acciones no seguían un modelo legal codificado en Israel, pero evidencian un reconocimiento del valor humano y familiar más allá de los lazos biológicos.
Desde una perspectiva teológica, el Antiguo Testamento presenta al pueblo de Israel como “hijo” de Dios. Pasajes como Oseas 11:1 (“De Egipto llamé a mi hijo”) y Éxodo 4:22 (“Israel es mi hijo primogénito”) destacan la elección divina de una nación que no tenía mérito propio, pero que fue acogida como propiedad de Dios. Esta idea de adopción espiritual prepara el terreno para una comprensión más profunda en el Nuevo Testamento.
El Nuevo Testamento: Adopción como Redención y Plenitud Familiar
Es en el Nuevo Testamento donde la adopción adquiere su significado más pleno y revelador. El apóstol Pablo es quien más desarrolla esta idea, no tanto desde la ley romana —donde la adopción era un medio para garantizar herederos—, sino desde la experiencia de la gracia divina. En Gálatas 4:5, Pablo afirma que Cristo vino “para redimir a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos”. La adopción, entonces, no es solo un cambio legal, sino un cambio ontológico: el creyente pasa de ser esclavo a ser hijo.
Este acto de gracia divina implica plena incorporación a la familia de Dios. El creyente recibe el Espíritu Santo, lo que le permite clamar “¡Abba, Padre!” (Romanos 8:15), una expresión íntima que refleja una relación de confianza y pertenencia. Además, como hijos adoptivos, los creyentes somos coherederos con Cristo (Romanos 8:17), compartiendo su gloria futura.
Pablo incluso extiende este concepto a la creación entera, esperando “la adopción, la redención de nuestro cuerpo” (Romanos 8:23), indicando que esta filiación divina encontrará su consumación en la resurrección. Juan, por su parte, aunque no usa el término adopción, expresa con ternura la misma realidad: “A todos los que le recibieron… les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” (Juan 1:12).
Una Gracia Divina Reflejada en el Amor Humano
Desde la óptica de la fe, la adopción humana es más que un acto legal o afectivo: es un reflejo visible del misterio de la adopción divina. Dios, no solo nos perdona y nos llama siervos; va más allá: nos adopta como hijos. Aun siendo ajenos y rebeldes, Él nos acoge, nos da un nombre nuevo, un lugar en su casa, y nos llama herederos juntamente con Cristo (Romanos 8:15-17).
Cuando un ser humano abre su corazón —y también su hogar— a un niño, lo que ocurre no es solo un acto de justicia o compasión, sino una manifestación viva del amor de Dios en la historia. La adopción, ya sea reconocida por la ley o sellada en el alma, es un gesto profundamente espiritual: es amar como el Padre ama, acoger como Él acoge, entregar sin exigir nada a cambio.
Frente a la tensión entre el deseo legítimo de los adultos de ser padres y las verdaderas necesidades del niño, la visión bíblica se inclina con claridad hacia el más pequeño. Jesús mismo dijo: “El que recibe en mi nombre a un niño como este, a mí me recibe” (Mateo 18:5).
El centro no es el anhelo del adulto, sino el bienestar del niño: su crecimiento, su dignidad, su pertenencia. Eso es lo que Dios hace con nosotros, «Dios no nos adopta porque lo necesite, sino porque nos ama.»
Conclusión: Adoptados por Amor, No por Necesidad
La historia de la adopción en la Biblia —desde los gestos aislados del Antiguo Testamento hasta la plenitud revelada en Cristo— nos muestra que la adopción no nace de la carencia, sino del amor. Dios no nos adopta porque lo necesite, sino porque lo desea. Su paternidad no es funcional, es profundamente relacional. No busca llenar un vacío, sino compartir una plenitud.
Al llamarnos hijos, Dios no solo nos ofrece un nuevo estado espiritual, sino una nueva identidad, un nuevo hogar y una herencia eterna. Nos acoge con ternura, nos llama por nuestro nombre, y nos da la libertad de responder “¡Abba, Padre!”. Esta adopción no depende de nuestro mérito, ni de nuestro pasado, sino de su gracia soberana.
Entender esto transforma nuestra manera de ver la adopción humana: no como una solución para un problema, sino como una participación en el mismo movimiento de amor que Dios tuvo con nosotros.
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