La Navidad que incomoda a una cultura que prefiere entretenerse

La Navidad se volvió ruido y consumo. Un ensayo teológico y crítico sobre Jesús, el pesebre y una fe que ya no incomoda. “Y llamarás su nombre Jesús”

En la quietud —cada vez más rara— que antecede a la Navidad, la Iglesia debería detenerse. Pero detenerse hoy es un hecho casi impensable. Vivimos en una cultura que no tolera el silencio, porque el silencio obliga a pensar, y pensar incomoda. La Navidad ha sido colonizada por el ruido: luces excesivas, consumo desmedido, y una alegría que confunde emoción con sentido.

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Sin embargo, antes del pesebre, antes de los pastores, antes de los cantos, la historia comienza con una palabra que no entretiene, sino que define: “Y llamarás su nombre JESÚS, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mateo 1:21).

Ese nombre no fue elegido por afecto ni por tradición familiar. Fue revelado desde el cielo. No como un detalle narrativo, sino como una declaración de misión. Jesús —Yeshúa— significa “YHWH salva”. Y ahí comienza el conflicto con nuestra Navidad moderna.

Un nombre que no encaja con una fe superficial

Solemos pronunciar el nombre de Jesús con fervor, pero seguido de corazón por pocos. Se le canta mucho, se le obedece poco. En algunas latitudes, se le tolera como símbolo cultural, pero se le niega como Señor. Dos caminos distintos, una misma evasión.

El nombre Jesús no fue dado para adornar villancicos, sino para nombrar al Salvador. Como lo anticipó el salmista: “Él redimirá a Israel de todas sus iniquidades” (Salmo 130:8).

Eso supone pecado, culpa, necesidad de redención. Y ahí la Navidad empieza a estorbar. Porque una cultura obsesionada con el entretenimiento no quiere ser salvada; quiere ser distraída.

El profeta Isaías no anunció una fiesta cómoda, sino una irrupción divina: “El pueblo que andaba en tinieblas vio gran luz” (Isaías 9:2). La luz no vino a decorar la oscuridad, vino a exponerla.

El Cristo ungido que no vino a entretener

A este nombre —Jesús— se le añade un título igual de incómodo: Cristo, el Ungido. No es un apellido, es una función. En el Antiguo Testamento, la unción no era un gesto simbólico liviano; era una consagración peligrosa. Reyes, sacerdotes y profetas eran ungidos para cargar con una tarea que costaba la vida.

Jesús fue ungido desde su concepción: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti… por lo cual el Santo Ser que nacerá será llamado Hijo de Dios” (Lucas 1:35).

Y públicamente confirmado en el Jordán: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mateo 3:17).

Allí comenzó su ministerio como Rey, Sacerdote y Profeta. No como animador espiritual, sino como aquel que traería un Reino que no encaja con este mundo (Juan 18:36), ofrecería su propia vida como sacrificio (Hebreos 9:14) y pronunciaría una verdad que divide (Juan 6:63).

Todo lo anterior, no es cómodo. Nada de lo dicho es “navideño” en el sentido superficial que hemos construido la Navidad.

El pesebre contra la lógica del espectáculo

El contraste es brutal:
Dios se encarna en pobreza, mientras nosotros celebramos con exceso.
Dios elige el silencio, mientras nosotros multiplicamos el ruido.
Dios se hace vulnerable, mientras nosotros buscamos distracción.

“Y lo acostó en un pesebre” (Lucas 2:7). Ese detalle debería incomodarnos más de lo que nos enternece. Porque el pesebre contradice nuestra idea de éxito, poder y celebración. Jesús no nació para acompañar nuestra fiesta, sino para desordenar nuestras prioridades. Por eso dijo más tarde: “Donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón” (Mateo 6:21).

La pregunta es inevitable: ¿Dónde está hoy nuestro tesoro navideño?

Una Navidad que exige respuesta, no aplausos

La verdadera Navidad no se limita a recordar un nacimiento; exige una respuesta.

María no aplaudió: se rindió. “Hágase conmigo conforme a tu palabra” (Lucas 1:38).

José no entendió todo: obedeció. “Hizo como el ángel del Señor le había mandado” (Mateo 1:24).

Los pastores no se entretuvieron: fueron con prisa. “Fueron apresuradamente” (Lucas 2:16).

Hoy, en cambio, preferimos una Navidad sin prisa espiritual, sin obediencia costosa y sin rendición real. Por el contrario, tenemos una Navidad que no transforma nada.

Pero el nombre Jesús sigue siendo el mismo: “No hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hechos 4:12).

Conclusión: recuperar una Navidad con peso

La Navidad que no incomoda es una caricatura piadosa.
La Navidad que solo entretiene es una traición silenciosa.

Romanos 12:2 sigue siendo una advertencia vigente: “No os conforméis a este mundo…”

En estas vísperas de Navidad, el desafío no es celebrar mejor, sino creer de verdad.
Volver a pronunciar el nombre Jesús, no como costumbre, sino como confesión.
No como adorno cultural, sino como reconocimiento de que necesitamos ser salvos.

Porque el niño de Belén no vino a hacernos sentir bien por un momento. Vino a salvarnos, y eso —todavía hoy— incomoda.

“Y llamarás su nombre JESÚS, porque él salvará a su pueblo de sus pecados.”


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