Un ensayo crítico sobre el abuso espiritual dentro del movimiento apostólico y profético. Cómo algunos líderes religiosos manipulan con maldiciones y distorsionan el evangelio para sostener su poder.
Introducción: la fe secuestrada
Hay algo inquietante en ciertos templos «modernos», recintos donde el nombre de Dios se pronuncia con una familiaridad que linda con la blasfemia. Detrás de los aplausos, las luces y los discursos exaltados, se oculta un fenómeno tan antiguo como la religión misma: el poder convertido en tiranía espiritual.
En nuestros días, el abuso no siempre lleva látigo ni corona; a veces viste traje, sonríe desde el púlpito y se hace llamar “apóstol” o “profeta”. Su instrumento ya no es el dogma, sino la maldición: una palabra lanzada como dardo para someter, un decreto disfrazado de profecía para controlar conciencias.
Y lo más alarmante no es su existencia —porque falsos profetas siempre ha habido— sino la pasividad con la que los creyentes hoy día aceptan sus dictámenes, confundiendo miedo, con reverencia, obediencia, con fe.
La maldición como dispositivo de poder
Pocas cosas resultan tan perversas como convertir el miedo en teología.
La Biblia, leída sin manipulación, jamás autoriza a un líder a lanzar maldiciones sobre los creyentes. Cristo, que tuvo autoridad sobre demonios y tempestades, nunca maldijo a quien lo abandonó ni a quien lo negó. Al contrario, bendijo al ladrón y perdonó al traidor.
Sin embargo, el movimiento apostólico y profético contemporáneo ha desarrollado una peligrosa liturgia del miedo. Desde los púlpitos se escucha un eco distorsionado del Evangelio: “Si te apartas de esta iglesia, caerás bajo maldición; tus hijos sufrirán; tu economía será destruida.”
Estas frases, pronunciadas con dramatismo, no provienen del Espíritu de Dios, sino de la psicología del control. Son palabras que buscan sembrar terror para cosechar obediencia.
El teólogo que no quiera ver aquí un abuso espiritual debería repasar el libro de Gálatas, donde Pablo recuerda que Cristo “nos redimió de la maldición de la ley” (Gálatas 3:13). Lo que estos supuestos profetas hacen no es ministerio, sino manipulación revestida de lenguaje sagrado.
El apóstol moderno: entre la unción y la megalomanía
La figura del “apóstol” contemporáneo merece un análisis aparte. En su origen, el término apóstolos designaba al enviado, al siervo dispuesto a morir por la verdad del Evangelio. Pero en muchas iglesias posmodernas, el título se ha convertido en un rango, un cetro, un escudo de impunidad.
Estos nuevos apóstoles no se ven a sí mismos como siervos, sino como intermediarios indispensables entre Dios y el hombre. A menudo sus congregaciones funcionan como micro-reinos donde toda disidencia es herejía, y donde la “autoridad espiritual” se impone con amenazas disfrazadas de revelación.
No pocos construyen estructuras jerárquicas que recuerdan más a corporaciones que a comunidades. Los diezmos fluyen hacia el vértice de la pirámide mientras las conciencias se debilitan bajo el peso de la culpa y el temor.
Cuando alguien osa cuestionar, el castigo no se hace esperar: “te estás rebelando contra el ungido”, “Dios te resistirá”, “la maldición caerá sobre tu casa”.
Y así, lo que debería ser una familia de fe se convierte en una maquinaria de control. El altar deviene trono, y la predicación, decreto imperial.
La psicología de la maldición
El poder de estas maldiciones no reside en su supuesto carácter sobrenatural, sino en su impacto psicológico. Quien vive años bajo una enseñanza coercitiva acaba internalizando la voz del manipulador como si fuera la voz de Dios. La “maldición” no se cumple desde el cielo, sino en la mente del creyente, que espera el desastre y lo atrae por el miedo.
Esta es la forma más sutil del abuso: colonizar la conciencia.
El creyente teme desobedecer no porque ama la verdad, sino porque teme al castigo. Se le enseña a desconfiar de sí mismo, a depender emocionalmente del líder, a creer que su salvación depende de su permanencia en una estructura humana.
Y así, el evangelio de la libertad se convierte en un sistema de servidumbre espiritual.
El silencio cómplice de la Iglesia
La responsabilidad no recae solo en los falsos apóstoles y profetas. Recae también sobre las comunidades que los toleran, sobre los pastores que callan, sobre los teólogos que prefieren la diplomacia a la denuncia. El abuso espiritual prospera porque la Iglesia ha confundido unidad con silencio. No hay unidad posible con el abuso. Jesús no toleró el comercio en el templo; mucho menos toleraría el comercio de las almas.
Denunciar estos excesos no es rebeldía, es obediencia al Evangelio. La Escritura ordena: Examinadlo todo; retened lo bueno (1 Tesalonicenses 5:21). Donde se prohíbe el examen, se prohíbe la verdad. Donde se exige sumisión ciega, se ha perdido el espíritu de Cristo.
La verdadera autoridad espiritual
El poder espiritual no se demuestra con gritos, ni con títulos, ni con amenazas. Se demuestra con servicio, humildad y verdad. Jesús lavó los pies de sus discípulos; estos nuevos «apóstoles» los usan para escalar púlpitos.
El verdadero profeta no manipula, consuela. No condena, corrige. No se alimenta del miedo, sino de la esperanza. Cualquier liderazgo que imponga miedo para mantener fidelidad ha dejado de representar a Cristo.
El pastor que necesita maldecir para ser obedecido ya no guía ovejas; administra rehenes.
Conclusión: volver al Evangelio desnudo
La Iglesia contemporánea enfrenta un desafío moral urgente: desenmascarar el abuso espiritual que se disfraza de autoridad divina. Si el cristianismo ha de tener sentido en este siglo, debe recuperar su esencia: un mensaje de libertad, no de sometimiento; de gracia, no de miedo.
La fe que depende del terror a una maldición no es fe: es superstición revestida de liturgia.
Cristo no vino a fundar imperios religiosos ni a otorgar licencias de poder; vino a liberar conciencias, a liberar almas, a romper yugos, a enseñar que el Reino de Dios no se edifica sobre el miedo, sino sobre la verdad.
En tiempos donde los falsos profetas comercian con el temor y los verdaderos callan por conveniencia, la voz crítica es un deber espiritual. Porque si el Evangelio ha de seguir siendo buena noticia, debe empezar por liberar a los cautivos del miedo… incluso cuando ese miedo se predica desde el púlpito.
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