El Poder de la Resurrección: Una esperanza para el mundo

La idea bíblica de resurrección no se puede en modo alguno comparar con la idea griega de inmortalidad. Según la concepción griega, el alma del hombre, incorruptible por naturaleza, entra en la inmortalidad divina tan luego la muerte la ha liberado de los lazos del cuerpo.

Según la concepción bíblica, la persona humana entera está destinada por su condición presente a caer en poder de la “muerte” el alma será prisionera del seol mientras que el cuerpo se pudrirá en la tumba; pero esto sólo será un estado transitorio del que el hombre resurgirá vivo por una gracia divina, como se reincorpora uno levantándose de la tierra en que yacía, como vuelve uno a despertar del sueño en que había caído.

La idea, formulada ya en el Antiguo Testamento, ha venido a ser el centro de la fe y de la esperanza cristianas desde que Cristo mismo volvió a la vida en calidad de «primogénito de entre los muertos».

I El Señor de la Vida

Los cultos naturistas del antiguo Oriente asignaban un lugar importante al mito del Dios muerto y resucitado, traducción dramática de una experiencia humana común: la del resurgir primaveral de la vida después de su sopor invernal. Osiris en Egipto, Tammuz en Mesopotamia, Baal en Canaán (convertido en Adonis en baja época) eran dioses de este género. Su drama, acaecido en el tiempo primordial, se repetía indefinidamente en los ciclos de la naturaleza; actualizándolo en una representación sagrada contribuían los ritos -así se creía – a renovar su eficacia, tan importante para poblaciones pastoriles y agrícolas.

Ahora bien, desde los comienzos, la revelación del Antiguo Testamento rompe absolutamente con esta mitología y con los rituales que la acompañan. El Dios único es también el único señor de la vida y de la muerte: «él da la muerte y da la vida, hace bajar al seol y subir de él» (1Sa 2,6; Dt 32,39), pues tiene poder sobre el seol mismo (Am 9,2; Sal 139,8).

También la resurrección primaveral de la naturaleza es efecto de su palabra y de su Espíritu (Gén 1,11s.22. 28; 8,22; Sal 104,29s). Con más razón tratándose de los hombres: él es quien rescata su alma de la fosa (Sal 103,4) y les devuelve la vida (Sal 41,3; 80,19); no abandona en el seol el alma de sus amigos ni les dejó ver la corrupción (Sal I6,10s).

Estas expresiones se entienden sin duda en forma hiperbólica para significar una preservación temporal de la muerte. Pero los milagros de resurrección operados por Elías y Eliseo (1Re 17,17-23; 2Re 4,33ss; 13, 21) muestran que Yahveh puede vivificar a los muertos mismos sacándolos del seol, al que habían descendido. Estos retornos a la vida no tienen evidentemente ya nada que ver con la resurrección mítica de los dioses muertos, a no ser esta representación espacial que hace de ellas una subida del abismo infernal a la tierra de los vivos.

II. La Resurrección Del Pueblo de Dios

En una primera serie de textos se emplea esta imagen de la resurrección para traducir la esperanza colectiva del pueblo de Israel. Éste, herido por los castigos divinos, se puede comparar con un enfermo acechado por la muerte (cf. Is 1,5s) y hasta con un cadáver al que la muerte ha convertido en su presa. Pero si se convierte, ¿no lo volverá Yahveh a la vida? «Venid, volvamos a Yahveh… A los dos días nos devolverá la vida; al tercer día nos levantará y viviremos delante de él» (Os 6,Is).

No es esto un mero voto de los hombres, pues no faltan promesas proféticas que atestiguan expresamente que sucederá así. Después de la prueba del exilio resucitará Dios a su pueblo como se vuelven a la vida osamentas ya áridas (Ez 37,1-14). Despertará a Jerusalén y hará que se levante del polvo donde yacía como muerta (Is 51,17; 60,1).

Devolverá la vida a los muertos, hará que se levanten sus cadáveres, que se despierten los que están acostados sobre el polvo (Is 26,19). Resurrección metafórica, sin duda, pero ya verdadera liberación del poder del seol: «¿Dónde está tu peste? ¡oh muerte! Seol, ¿dónde está tu contagio?» (Os 13,14). Dios triunfa, pues, de la muerte en beneficio de su pueblo.

Incluso la parte fiel de Israel pudo caer por un tiempo en poder de los infiernos, como el Siervo de Yahveh, muerto y sepultado con los malvados (Is 53,8s.12). Pero día vendrá en que, también como el Siervo, este resto justo prolongue sus días, vea la luz y comparta los trofeos de la victoria (Is 53,10ss). Primer esbozo, todavía misterioso, de una promesa de resurrección, gracias a la cual los justos que sufren verán al fin surgir a su defensor y tomar su causa en su mano.

III. La Resurrección Individual

La revelación da un paso adelante con ocasión de la crisis macabea. La persecución de Antíoco y la experiencia del martirio plantean entonces en forma aguda el problema de la retribución individual. Es una certeza fundamental que haya que aguardar el reinado de Dios y el triunfo final del pueblo de los santos del Altísimo, anunciados desde muy atrás por los oráculos proféticos: (Dan 7,13s.27; cf. 2,44).

Pero ¿qué será de los santos muertos por la fe? El apocalipsis de Daniel responde: «Gran número de los que duermen en el país del polvo despertarán; éstos son para la vida eterna; los otros, para el oprobio, para el horror eterno» (Dan 12,2).

La imagen de resurrección empleada por Ezequiel e Is 26 se debe, pues, entender en forma realista: Dios hará que los muertos vuelvan a subir del seol para que tengan participación en el reino. Sin embargo, la nueva vida en que entren no será ya semejante a la vida del mundo presente: será una vida transfigurada (Dan 12,3). Tal es la esperanza que sostiene a los mártires en medio de su prueba: se les puede arrancar la vida corpórea; el Dios que crea es también el que resucita (2Mac 7,9. 11.22; 14,46); al paso que para los malos no habrá resurrección a la vida (2Mac 7,14).

A partir de este momento la doctrina de la resurrección se convierte en patrimonio común del judaísmo. Si la secta saducea, por prurito de arcaísmo, no la admite (Hechos 23,8) y hasta se burla de ella planteando a propósito de la misma cuestiones ridículas (Mt 22,23-28 p), los fariseos la profesan, así como la secta de la que proviene el libro de Henoc (probablemente el antiguo esenismo).

Pero mientras algunos la interpretan en forma materialista, este libro da de ella una representación muy espiritualizada: cuando el alma de los difuntos haya surgido de los infiernos para volver a la vida, entrará en el universo transformado que Dios reserva para el «mundo venidero». Tal es también la concepción a que se atendrá Jesús: «En la resurrección seremos como los ángeles del cielo» (Mt 22,30 p).

Nuevo Testamento: El Primogénito De Entre Los Muertos

Jesús no cree sólo en la resurrección de los justos el último día. Sabe que el misterio de la resurrección debe ser inaugurado por él, a quien Dios ha dado el dominio de la vida y de la muerte. Manifiesta este poder que ha recibido de Dios volviendo a la vida a varios difuntos por los que habían venido a suplicarle: la hija de Jairo (Mc 5,21-42 p), el hijo de la viuda de Naím (Lc 7,11-17), su amigo Lázaro (Jn 11). Estas resurrecciones que recuerdan los milagros proféticos son ya el anuncio velado de la suya, que será de un orden muy diferente.

Jesús añade predicciones claras: el Hijo del hombre debe morir y resucitar al tercer día (Mc 8.31; 9, 31; 10,34 p). Es, según Mateo, el «signo de Jonás»: el Hijo del hombre estará tres días y tres noches en el seno de la tierra (Mt 12,40)). Es el signo del templo: «Destruid este templo y yo lo reedificaré en tres días…»; ahora bien, «hablaba del templo de su cuerpo» (Jn 2,19ss; cf. Mt 26,61 p). Este anuncio de una resurrección de los muertos se hace incomprensible aun a los mismos doce (cf. Mc 9,10); con más razón a los enemigos de Jesús, que toman pretexto de él para poner guardias en su sepulcro (Mt 27,63s).

La experiencia pascual

Los doce no habían, pues, comprendido que el anuncio de la resurrección en las Escrituras concernía en primer lugar a Jesús mismo (In 20,9); por eso su muerte y su sepultura los habían desesperado (cf. Me 16,14; Lc 24,21-24.37; Jn 20,19). Para inducirlos a creer se requiere nada menos que la experiencia pascual. La del sepulcro vacío no es suficiente para convencerlos, pues podría explicarse por un sencillo rapto del cadáver (Le 24,11s; Jn 20,2): sólo Juan cree en seguida (Jn 20,8).

Pero luego comienzan las apariciones del Resucitado. La lista recogida por Pablo (1Cor 15,5ss) y la de los evangelistas no coinciden exactamente, pero el número exacto tiene poca importancia. Jesús aparece «durante muchos días» (Hech. 13,31); en otro lugar se precisa: «durante cuarenta días» (1,3), hasta la escena significativa de la ascensión. Los relatos subrayan el carácter concreto de estas manifestaciones: el que aparece es ciertamente Jesús de Nazaret; los apóstoles lo ven y lo tocan (Lc 24, 36-40; Jn 20, 19-29), comen con él (Lc 24,29s.41s; Jn 21,9-13; Hechos 10, 41).

Está presente, no como un fantasma, sino con su propio cuerpo (Mt 28,9; Lc 24,37ss; Jn 20,20.27ss). Sin embargo, este cuerpo está sustraído a las condiciones habituales de la vida terrenal (Jn 20,19; cf. 20, 17). Jesús repite, sí, los gestos que realizaba durante su vida pública, lo cual permite reconocerle (Lc 24,30s; Jn 21,6.12); pero ahora se halla en el estado de gloria que describían los apocalipsis judíos.

El pueblo, en cambio, no es espectador de estas apariciones como lo había sido de la pasión y de la muerte. Jesús reserva sus manifestaciones a los testigos que él se ha escogido (Hechos 2,32; 10,41; 13.31), siendo el último Pablo en el camino de Damasco (lCor 15,8): de los testigos hace sus apóstoles. Se les muestra a ellos ((y no al mundo» (Jn 14,22), pues el mundo está cerrado a la fe. Incluso los guardias del sepulcro, aterrorizados por la teofanía misteriosa (Mt 28,4), no veían a Cristo mismo. Igualmente, el hecho de la resurrección, el momento en que Jesús resurge de la muerte, es imposible de describir.

Mateo se limita a evocarlo en un lenguaje convencional tomado de las Escrituras (Mt 28, 2s): temblor de tierra, claridad deslumbradora, aparición del ángel del Señor… Entramos aquí en una esfera trascendente que sólo pueden traducir las expresiones preparadas por el Antiguo Testamento, aun cuando la realidad a que se aplican es en sí misma inefable.

El evangelio de la resurrección en la predicación apostólica

Desde el día de pentecostés se convierte la resurrección en el centro de la predicación apostólica, porque en ella se revela el objeto fundamental de la fe cristiana (Hech. 2,22-35). Este evangelio de pascua es ante todo el testimonio tributado a un hecho: Jesús fue crucificado y murió; pero Dios lo resucitó y por él aporta a los hombres la salvación.

Tal es la catequesis de Pedro a los judíos (3,14s) y su confesión ante el sanedrín (4, 10), la enseñanza de Felipe al eunuco etiópico (8,35), la de Pablo a los judíos (13.33; 17,3) y a los paganos (17,31) y su confesión delante de sus jueces (23,6…). No es otra cosa que el contenido mismo de la experiencia pascual.

Un punto importante se hace notar siempre a propósito de esta experiencia: su conformidad con las Escrituras (1 Cor 15,3s). Por una parte, la resurrección de Jesús realiza las promesas proféticas: promesa de la exaltación gloriosa del Mesías a la diestra de Dios (Hech. 2,34; 13,32s), de la glorificación del Siervo de Yahveh (Hech. 4,30; Flp 2,7ss), de la entronización del Hijo del hombre (Hech.7,56; cf. Mt 26,64 p).

Por otra parte, para traducir este misterio que se sitúa más allá de la experiencia histórica común, los textos escriturarios suministran un arsenal de expresiones que esbozan sus diversos aspectos: Jesús es el santo, al que Dios libra de la corrupción del Hades (Hech. 2,25-32; 13,35ss; cf. Sal 16,8-11); es el nuevo Adán, a cuyos pies ha puesto Dios todo (l Cor 15,27; Heb 1,5-13; cf. Sal 8); es la piedra desechada por los constructores y convertida en piedra angular (Hech. 4, 11; cf. Sal 118,22) Cristo glorificado aparece de esta manera como la clave de toda la Escritura, que anticipadamente se refería a él (cf. Lc 24,27.44ss).

Sentido y alcance de la resurrección.

A medida que la predicación apostólica confronta la resurrección y las Escrituras, elabora una interpretación teológica del hecho. La resurrección, siendo la glorificación del Hijo por el Padre (Hech- 2,22ss; Rom 8,11; cf. Jn 17,1ss), pone el sello de Dios sobre el acto de redención inaugurado por la encarnación y consumado por la cruz. Por ella es constituido Jesús «Hijo de Dios en su poder» (Rom 1,4; cf. Hech. 13,33; Heb 1,5; 5,5; Sal 2,7), «Señor y Cristo» (Hech. 2,36), (cabeza y salvador» (Act 5,31), ((juez y Señor de los vivos y de los muertos» (Hechos 10,42; Rom 14,9; 2Tim 4,1).

Habiendo retornado al Padre (Jn 20,17), puede ahora dar a los hombres el *Espíritu prometido (Jn 20,22; Hech. 2,33). Así se revela plenamente el sentido profundo de su vida terrenal: ésta era la manifestación de Dios acá en la tierra, de su amor, de su gracia (2 Tim 1,10; Tit 2,11; 3,4).

Manifestación velada, en la que la gloria sólo era perceptible bajo signos (Jn 1, 11) o durante breves momentos, como el de la transfiguración (Le 9,32. 35 p; cf. Jn 1,14). Ahora que Jesús ha entrado definitivamente en la gloria, la manifestación continúa en la Iglesia, por sus milagros (Act 3,16) y por el don del Espíritu a los hombres que creen (Act 2,38s; 10,44s).

De este modo Jesús, «primogénito de entre los muertos» (Act 26,23; Col 1,18; Ap 1,5) ha entrado el primero en este mundo nuevo (cf. Is 65, 17…) que es el universo rescatado. Siendo el «señor de la gloria» (I Cor 2,8; cf. Sant 2,1; F1p 2,11), es para los hombres el autor de la salvación (Act 3,6…). Fuerte con el poder divino, se crea un pueblo santo (l Pe 2, 9s), al que arrastra en pos de sí.

El Poder de la Resurrección:

La resurrección de Jesús resuelve el problema de la salvación tal como se nos plantea a cada uno de nosotros. Objeto primero de nuestra fe, es también la base de nuestra esperanza, cuyo alcance determina. Jesús resucitó «como primicias de los que duermen» (lCor 15,20); esto funda nuestra espera de la resurrección el último día. Más aún: él es en persona «la resurrección y la vida : quien crea en él, aunque hubiese muerto, vivirá» (Jn 11,25); esto funda nuestra certeza de participar desde ahora en el misterio de la vida nueva, que Cristo nos hace accesible a través de los signos sacramentales.

1. La resurrección el último día. La fe judía en la resurrección de los cuerpos fue avalada por Jesús, con sus perspectivas de integridad corporal recobrada (Lc 14,14) y de radical transformación (Mt 22,30ss p); si este rasgo falta en el cuadro del último *día que traza el apocalipsis sinóptico (Mt 24 p), es cosa accidental. Sin embargo, esta fe no adquiere su significado definitivo sino después de la resurrección personal de Jesús.

La comunidad primitiva tiene conciencia de mantenerse en este punto fiel a la fe judía (Act 23,6; 24,15; 26,6ss); pero la resurrección de Jesús le da ahora ya una base objetiva. Resucitaremos todos porque Jesús ha resucitado: ((El que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros» (Rom 8,11; cf. lTes 4,14; lCor 6,14; 15,12-22; 2 Cor 4,14).

En el evangelio de Mateo el relato de la resurrección de Jesús subraya ya este punto en forma concreta: en el momento en que Jesús, descendido a los infiernos, vuelve de ellos *vencedor, los justos que aguardaban allí’ su acceso al gozo celestial surgen para hacerle un cortejo nupcial (Mt 27,52s). No se trata de un retorno a la vida terrestre, y el relato habla casi únicamente de apariciones extrañas. Pero es una anticipación de lo que sucederá el último día. ¿No es también éste el sentido de las resurrecciones milagrosas efectuadas por Jesús durante su vida?

San Pablo desarrolla mucho más la escenificación de la resurrección general: voz del ángel, trompeta para reunir a los elegidos, nubes de la parusía, procesión de los elegidos… (lTes 4,15ss; 2Tes 1,7s; lCor 15,52). Este marco convencional es clásico en los apocalipsis judíos; pero el hecho fundamental es más importante que estas modalidades.

Contrariamente a las concepciones griegas, en las que el alma liberada de los lazos del cuerpo va sola hacia la inmortalidad, la esperanza cristiana implica una restauración integral de la persona; supone al mismo tiempo una total transformación del cuerpo, hecho espiritual, incorruptible e inmortal (ICor 15,35-53). Por lo demás Pablo, en la perspectiva en que se sitúa no aborda el problema ‘de las resurrecciones de los malos; sólo piensa en la de los justos, participación en la entrada de Jesús en la gloria (cf. ICor 15,12…).

La espera de esta «redención del cuerpo)) (Rom 8,23) es tal que para expresarla el lenguaje cristiano confiere a la resurrección una especie de inminencia perpetua (cf. ITes 4,17). Sin embargo. la impaciencia de la esperanza cristiana (cf. 2Cor 5,1-10) no debe conducir a’ vanas especulaciones sobre la fecha del día del Señor.

El Apocalipsis traza un cuadro impresionante de la resurrección de los muertos (Ap 20,11-15). La muerte y el Hades los restituyen a todos para que comparezcan ante el juez, tanto a los malos como a los buenos. Mientras que los malos se hunden en la «muerte segunda», los elegidos entran en una vida nueva, en el seno de un universo transformado que se identifica con el paraíso primitivo y con la Jerusalén celestial (Ap 21-22).

¿Cómo expresar de otra manera sino bajo la forma de símbolos una realidad indecible que la experiencia humana no puede alcanzar? Este fresco no está reproducido en el cuarto evangelio. Pero constituye el trasfondo de dos breves alusiones que subrayan sobre todo el papel asignado al Hijo del hombre: los muertos surgirán a su llamada (Jn 5, 28; 6,40.44), los unos para la vida eterna, los otros para la condenación (Jn• 5,29).

2. La vida cristiana, resurrección anticipada. Si Juan desarrolla tan poco el cuadro de la resurrección final, es que lo ve realizado anticipadamente desde el tiempo presente. Lázaro saliendo de la tumba representa concretamente a los fieles arrancados a la muerte por la voz de Jesús (cf. Jn 11,25s). También el sermón sobre la obra de vivificación del Hijo del hombre contiene afirmaciones explícitas: «Llega la *hora, y ya estamos en ella, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y todos los que la hayan oído vivirán» (Jn 5,25).

Esta declaración inequívoca coincide con la experiencia cristiana tal como la expresa la primera epístola de san Juan: «Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida…» (1Jn 3,14). Quienquiera que posea esta vida no caerá nunca en poder de la muerte (Jn 6,50; 11.26; cf. Rom 5,8s). Esta certeza no suprime la espera de la resurrección final; pero desde ahora transforma una vida que ha entrado en relación con Cristo.

San Pablo decía ya lo mismo subrayando el carácter pascual de la vida cristiana, participación real en la vida de Cristo resucitado. Sepultados con él en el bautismo, hemos resucitado también con él, porque hemos creído en la fuerza de Dios que lo resucitó de entre los muertos (Col 2,12; Rom 6,4ss). La vida nueva en que entonces entramos no es otra cosa que su vida de resucitado (Ef 2,5s). En efecto, en aquel momento se nos dijo: «¡Despierta, tú que duermes! Levántate de entre los muertos y Cristo te iluminará» (Ef 5,14).

Esta certeza fundamental rige toda la existencia cristiana. Domina la moral que ahora ya se impone al hombre nuevo nacido en Cristo: «Resucitados con Cristo buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios» (Col 3, 1ss). Esta certeza es también la fuente de su esperanza. En efecto, si el cristiano aguarda con impaciencia la transformación final de su cuerpo de miseria en cuerpo de gloria (Rom 8,22s; Flp 3,1Os.20s), es que ya posee las arras de este estado futuro (Rom 8,23; 2Cor 5,5). Su resurrección final no hará sino manifestar claramente lo que ya es en la realidad secreta del misterio (Col 3,4).

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teología Bíblica, Herder, Barcelona, 2001


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