Visión de la tarea teológica

Escrito por: Juan Stam

Teología, contexto y praxis Una visión de la tarea teológica

Para enfocar bien el quehacer teológico, es importante recordar que la teología cristiana tuvo un origen misionero. Podemos decir que el esfuerzo de coordinar coherentemente las verdades de la fe nació del anhelo de evangelizar al no-creyente.

Ningún libro del Nuevo Testamento es un libro “teológico” (ninguno se parece a un texto de teología sistemática), pero todos tenían carácter kerigmático, misionero, evangelizador y pastoral. En ese sentido, la “teología práctica” antecedió a la “teología sistemática”.

En los evangelios, no encontramos “teología” como tal, ni aun biografías de Jesús, sino, como indica el nombre, proclamación de las buenas nuevas; en efecto,  esos cuatro libros son esencialmente mensajes evangelísticos. El libro de los Hechos es una historia misionera de la iglesia primitiva. Las epístolas son mensajes pastorales dentro de un gran movimiento de evangelización y expansión misionera. El Apocalipsis es una larga carta pastoral para las iglesias de Asia Menor, una especie de “manual  para  mártires”. También está lejos de ser un tratado de escatología sistemática.

Los padres apostólicos mantenían el esquema básico y el marco de referencia del Nuevo Testamento; ellos tampoco escribían como teólogos sistemáticos. Clemente de Roma envía una carta pastoral a la iglesia de Corinto. Otros escritos son bellas exposiciones de la fe (Diogneto; Epístola a Bernabé). Didajé es un documento de orden eclesiástico, y San Ignacio describe y defiende el sistema de gobierno de la iglesia de Antioquía. Pero ninguno de los escritores de esta primera generación post-apostólica intentó elaborar un sistema teológico.

Se puede decir que Justino Mártir preparó el camino para la teología como proyecto de sistematización. Este apologista desarrolló muchos aspectos del pensamiento cristiano con las categorías, el lenguaje y los  esquemas mentales del neoplatonismo. Pero la intención de Justino fue la de dar testimonio al mundo intelectual de su época, como demuestran los mismos títulos de sus escritos (Apología I, Apología II, Diálogo con Trifón).

Justino escogió la filosofía como su marco de referencia, para testimoniar su fe a sus colegas filósofos. En eso, seguro sin darse cuenta, Justino hizo una opción de clase. Había también en la época importantes religiones populares, especialmente las religiones mistéricas. Pero el mundo de los pobres quedó fuera de la visión misionera de los antiguos apologistas.

La teología sistemática se articuló en su forma definitiva en Alejandría a principios del siglo III. Nació brillante, con Panteno, Clemente y Orígenes. Y nació misionera también. Eusebio cuenta que Panteno, el fundador de la Escuela Catequística de Alejandría, dejó su “cátedra” y su puesto de “director de facultad” para ir de misionero a la India. Y detrás de todo el esfuerzo intelectual de ellos estaba el afán de contextualizar el evangelio para el mundo que ellos conocían, dentro de la secular cultura de Alejandría.

Para ese testimonio, los padres alejandrinos escogieron como su instrumento básico la filosofía, sobre todo la neoplatónica. Eso introdujo una nueva prioridad en la tarea teológica: el Sistema (así con mayúscula).

A partir del presupuesto del idealismo racionalista, que la verdad es una, universal, abstracta, eterna y accesible por los procesos de la racionalidad especulativa, la teología emprendió el proyecto de convertir la fe en un Gran Sistema omnisapiente digno de compararse con los diversos sistemas filosóficos; poco a poco, la pistis se iba reduciendo a gnôsis. Con esa dominante pasión por la sistematización racionalista, la teología se volvió elitista y pronto perdió casi por completo su relación con la misión de la iglesia.

Este predominio filosófico en la teología como una nova philosophia se impuso sobre el quehacer teológico durante muchos siglos. Sólo cuando los grandes “maestros de la sospecha” del siglo XIX (Kierkegaard, Marx, Freud, Darwin, Nietzsche) cuestionaron radicalmente el legado del idealismo racionalista en la historia del pensamiento occidental, algunos teólogos también comenzaron a plantear nuevas perspectivas.

Frente al anterior monopolio de la filosofía como único instrumental del teologizar, exploraron las posibilidades de la sociología, la sicología y otras ciencias como instrumental alternativo para el teologizar. En lugar del Gran Sistema como meta y razón de ser de la teología, propusieron la praxis y la misión de la iglesia en el mundo y en la historia. Ya es hora de redescubrir esa vital orientación misionera con la que nació la teología.

Niveles indispensables del quehacer teológico

La ciencia teológica es, por su naturaleza, multidimensional e interdisciplinaria. Para hacer bien su trabajo, la hermana teóloga tiene que ser, en alguna medida, lingüista, historiadora, socióloga, filósofa, sicóloga, científica y (ojalá) predicadora. Le ayudará también tener sensibilidad artística con alguna capacidad en apreciación del arte plástico, la música y la danza, la literatura y el cine. Sin pretender ser expertos en todos esos campos, los y las teólogos sí necesitan una orientación básica hacia todas esas esferas de la vida humana.  Todas ellas son insumos para el menú de la vida intelectual y espiritual de los teólogos.

Muchos teólogos han sido y son demasiado estrechos y desbalanceados para hacer bien su trabajo. Pueden ser muy capaces, por ejemplo, en el hebreo, pero casi ignorantes de la historia antigua o de la realidad contemporánea. Los hay que dominan el griego casi como su lengua materna, pero paradójicamente, no saben aplicarlo bien en la exégesis del texto bíblico.

Otros conocen de memoria todos los capítulos de la teología sistemática, pero viven aislados de la problemática del mundo que los rodea, de las expresiones artísticas, de las luchas políticas y económicas del momento, del kairós en que Dios los ha puesto para servir teológicamente a la misión de la iglesia. Pueden multiplicarse los ejemplos. La teología exige de sus practicantes una gran amplitud y flexibilidad.

El primer nivel de la tarea teológica, y el básico, es el de la interpretación bíblica. En la mayoría de los casos, eso requiere una capacidad adecuada de emplear los idiomas originales, una conciencia adecuada de la crítica textual, un conocimiento del contexto histórico de cada texto bíblico, y un sentido acertado de la interpretación fiel y correcta (hermenéutica)

Aunque puede haber trabajos teológicos que no sean explícitamente bíblicos (p.ej, un estudio de la influencia del estoicismo en el pensamiento de Juan Calvino), todo trabajo teológico tiene que realizarse conscientemente a la luz de las escrituras y no a espaldas de ellas. Cualquier trabajo que está mal bíblicamente, está mal teológicamente. Si está pobre bíblicamente, está pobre teológicamente. De mala exégesis no se puede sacar buena teología. Ningún trabajo puede estar mejor teológicamente de lo que está bíblicamente.

El segundo nivel es el de la teología bíblica, cuyo papel ha sido muy discutido en las últimas décadas. Es la comprensión global del pensamiento bíblico según sus temas principales y en sus propios términos. Mientras la exégesis se dedica a pasajes específicos, para interpretarlos, la teología bíblica estudia por temas las grandes enseñanzas de la Biblia, en su desarrollo progresivo durante las diversas épocas de la historia de la salvación.

En cierto sentido, es una especie de “teología sistemática” al nivel de las mismas escrituras, según la temática, problemática y semántica de aquellos tiempos que no eran necesariamente las nuestras de hoy.

En tercer lugar está la teología histórica, que “arranca” desde la teología bíblica para seguir todas las diversas líneas del pensamiento cristiano a través de los siglos de la historia de la iglesia. De nuevo, tiene que respetar la temática, problemática y semántica propia de cada época, sin nunca analizar un momento histórico fuera de su particular situación ni imponer los temas y problemas de otra época.

Por ejemplo, para los Reformadores la “inerrancia bíblica” como tal no era un tema, mucho menos un problema, pero un siglo después, para los ortodoxos protestantes, era un tema muy problemático.Ningún trabajo teológico puede ser bueno si no está bueno exegéticamente, bueno en su análisis de teología bíblica, y bueno en sus perspectivas históricas.

El trabajo de lo que se ha dado en llamar “teología sistemática”, en cuarto lugar, es el de tomar todos los aportes de las disciplinas ya mencionadas, y a la luz de ellos, articular el sentido de la fe y del mensaje bíblico para su propio momento y sus circunstancias históricas y culturales. En vez de entender su tarea como la de armar un Sistema, la debe entender como una labor de contextualización, para formular, de nuevo en cada momento, el sentido más amplio de la fe, de las escrituras y de la existencia cristiana, frente a los desafíos específicos del contexto histórico.

Finalmente, ya desde dentro de la esencia del quehacer teológico e inseparable de él, están las disciplinas de la “teología práctica”, sobre todo la ética pero también misionología y teología de la evangelización, la homilética y la pastoral, la administración eclesiástica y otras.

La teología como contextualización

Desde que comenzó el cautiverio idealista de la teología, secuestrada por la filosofía racionalista, el sueño de todo teólogo fue el de lograr la síntesis de toda la verdad teológica, en el Gran Sistema omnicomprensivo. Muchos teólogos, al modelo de sus colegas filósofos, se ilusionaban con armar el Sistema definitivo y legarlo a las generaciones futuras como fundamento permanente para todo pensamiento cristiano, per saecula saeculorum (por los siglos de los siglos).

Así se produjo el tomismo, el calvinismo, el luteranismo, el wesleyanismo, el dispensacionalismo, el liberalismo, el fundamentalismo, la neo-ortodoxia. Casi todas las veces, estos sistemas abrigaban una aspiración de ser la verdad definitiva, la única y la perenne, de la fe cristiana (cf. la philsophia perenne del tomismo). Pero igual que pasa en la filosofía, cada sistema tuvo su época y pasó a la historia; ninguno (¡afortunadamente!) pudo establecerse como el único y el final.

Sin dejar de reconocer los valiosos aportes de esos esfuerzos, es importante notar que en el fondo, en la mayoría de los casos la teología se olvidó  casi por completo de su naturaleza y su llamado misioneros. Es cierto que en algunos “sistemas” la pretensión era menos ambiciosa: para dar unos ejemplos más positivos, la ecclesia reformata semper reformanda (“iglesia reformada siempre reformándose”) de los Reformadores, el principio protestante que enuncia Tillich (“sólo Dios es absoluto”), la theologia viatorum de Barth y la relación entre teología, ética y proclamación en su Dogmática. Pero en muchos casos, como el fundamentalismo norteamericano, el culto al Sistema Absoluto llegó a ser idolatría teológica.

 Aquí, en mi opinión, la teología evangélica hoy en América Latina tiene mucho que aprender de los “maestros de la sospecha” del siglo XIX (en especial Kierkegaard y Marx) y de los teólogos de la liberación. Aun cuando la teología debe ser lo más racional y coherente posible (sin suprimir las paradojas inherentes a la fe: la trinidad, la encarnación, el misterio de la iniquidad, etc), es hora de destronizar al Sistema como la meta y el summum bonum en la teología. 

Al contrario, la meta debe ser la misión y el summum bonum debe entenderse como la fidelidad.  El referente principal del quehacer teológico, más que los sistemas filosóficos con que dialoga (y debe dialogar), debe ser el contexto en que vive y lucha el pueblo de Dios, toda la realidad de ese mundo que rodea al teólogo y la teóloga en su misión y ministerio.

Eso significa también que es hora de destronizar a la filosofía como único referente dialógico e instrumental exclusivo para la teología, como lo ha sido desde Justino Mártir y los alejandrinos. De hecho, si el cristianismo es una fe esencialmente histórica, llamándonos a ser discípulos de Cristo en la historia y a luchar en la historia por el reino de Dios y su justicia, entonces la filosofía es uno de los instrumentos menos apropiados y útiles como marco de referencia, lenguaje y lógica básica de la fe.

Otros marcos de referencia son mucho más importantes, como son la historia misma, la lingüística, antropología, sociología y hasta las ciencias económicas y políticas. Pero todos ellos no deben ser más que instrumentos, y frente a todos ellos la teología debe mantener su propia autonomía y naturaleza como “la fe en busca de eficacia”.

La tarea fundamental de la teología no es primordialmente la de sistematizar sino de contextualizar, con miras a la misión fiel del pueblo de Dios en el mundo y en la historia. Está llamada a realizar una “fusión de horizontes” (Gadamer) entre el mundo de la fe, antes descrita (exégesis, teología bíblica, teología histórica), y el mundo actual en que la iglesia tiene que realizar con fidelidad su misión. Si un teólogo no domina bien todas las fuentes del insumo de su quehacer, no puede cumplir  su tarea.

Por otro lado, por mucho que domine las disciplinas bíblicas e históricas, si no comprende y vive a profundidad su propio momento histórico, tampoco puede hacer un buen trabajo teológico. Por eso, cualquier trabajo que no sea bueno bíblica e históricamente, no puede ser un buen trabajo de teología o ética cristianas. Pero si no comprende con acierto y profundidad los tiempos en que vive, tampoco puede cumplir bien su cometido.

El quehacer teológico tiene dimensiones que sobrepasan a las tareas bíblicas e históricas.  La teología está llamada a actualizar y contextualizar la fe para su propio tiempo, con toda la problemática de la época. Por supuesto, responderá a los desafíos filosóficos de su tiempo (existencialismo, marxismo, proceso; Kierkegaard, Unamuno). Pero de aun mayor importancia, tiene que responder a los retos históricos, políticos y socio-económicos del contexto.

Para eso, tomará  en cuenta las ciencias historiográficas, la sociología y la politología con el análisis ideológico, la antropología y la sicología. Estará consciente de las grandes preguntas morales de la época y estudiará los aspectos teológicos de los avances científicos (trasplante de órganos, clonación, viajes al espacio; terremotos y volcanes). El hecho es que muchas personas, sean del pueblo lego o expertos en esas ramas, estarán esperando una palabra teológica sobre todos esos temas y desafíos.

Sobre todo, los teólogos deben ser muy sensibles al testimonio profético de las artes: la pintura, la escultura, la danza y la música, la poesía, la novelística y el cine, para mencionar algunos de los muchos ramos con que ha de entrar en diálogo la teología y nutrirse de ellos, aún cuando ningún ser humano puede ser experto en todos estos campos tan diversos, los teólogos deben tener una orientación básica hacia ellos, un sentido de sus aportes y algunas respuestas a sus desafíos.

Llama la atención que los teólogos realmente grandes del pasado lo fueron no sólo por su conocimiento enciclopédico, su estilo literario o su producción vasta. Un requisito esencial de grandeza teológica ha sido una conciencia a menudo intuitiva de la coyuntura histórica. San Pablo, en la medida en que fue teólogo, lo fue en gran parte porque entendía la transición del movimiento cristiano de una secta interna del judaísmo a una comunidad multicultural internacional.

A principios del siglo quinto, nadie entendía mejor la crisis del imperio romano, y con él la de toda la cultura clásica, que San Agustín.  San Anselmo entendía los inicios del medievo feudal, y Santo Tomás el desafío del aristotelismo en el siglo trece. Los Reformadores, cada uno a su manera distinta (Lutero, Calvino, anabaptistas), comprendían y vivían existencialmente el fin de la edad media y los dolores de parto de la modernidad.

Schleiermacher intentó responder a la crisis intelectual y espiritual de su época, para comunicar la fe a los “despreciadores cultos” del cristianismo del día. Karl Barth percibía mejor que nadie el colapso del liberalismo a inicios del siglo XX. Ahora tenemos por delante el desafío del fin de la modernidad y la llegada paulatina de nuevos tiempos posmodernos.

Hoy, en la coyuntura decisiva de la historia humana que estamos viviendo, los teólogos y las teólogas estamos llamados más que nunca a “entender los tiempos” (1 Cron 12:32) y “aprovechar al máximo cada oportunidad” (kairos, Ef 5:16) para caminar juntos con la iglesia en estos tiempos de globalización, neoliberalismo, imperialismo unipolar y posmodernidad.  Es grande el desafío, y muy grande nuestra responsabilidad ante la historia.

Teología y praxis:

La fe que obra por el amor(Gal 5:6)

Si entendemos el quehacer teológico como aquí se propone, será  evidente que la fe y la praxis, la teología y la ética, la enseñanza teológica y la misión, no pueden separarse. Hemos seguido a Jesús para ser sus discípulos, no para ser expertos en ideas sobre él y su mensaje.  Una teología que se queda en meras especulaciones sobre la fe y la doctrina, o aun en las mejores interpretaciones bíblicas e históricas, es simplemente una teología infiel. La fe sin obras es muerta, nos dice Santiago; la teología sin praxis es estéril, y muy mala teología.

Puede extrañar a primera vista recurrir a una antigua palabra griega, “praxis”, cuando existen buenos vocablos en español que parecen equivalentes: la práctica, la aplicación, la acción. Pero el término “praxis”, popularizado por los escritos de Karl Marx, significa mucho más que ellos.  Significa una manera distinta de pensar, en la que desde un principio la acción (la práctica) es parte integral y esencial del pensamiento (la theôria), y el pensamiento es parte esencial de la acción.

En la larga tradición de idealismo racionalista, el pensamiento puro debía separarse de la acción, para que fuera objetivo; pensamiento y práctica estaban divorciados. En la epistemología praxeológica, son más bien gemelos siameses.  Separarlos es matar a ambos.

En este aspecto, Marx mismo, y también los teólogos de la liberación, nos llaman a volver a la comprensión bíblica de la verdad, de la fe y del conocimiento. En el hebreo, el sustantivo AMeT va mucho más allá del raciocinio lógico, para significar fidelidad, integridad, lealtad. El componente ético figura mucho más prominentemente en el concepto hebreo del “sabio” y del “necio”. El necio no lo es por ignorante sino por rebelde contra Dios y su voluntad (Sal 14:1). El sabio ama y teme a Dios y busca cumplir su voluntad. No es sabio por saber más, sino por amar más y obedecer más.

La consigna para ser buen teólogo nos la da Marx en su undécima tesis contra Feuerbach, que podemos parafrasear con “hasta ahora los teólogos han contemplado el evangelio sólo para explicarlo y formar un sistema; de lo que se trata es de llevar las buenas nuevas a todas las personas, a las naciones y a la historia, en servicio al reino de Dios”. La teología que no es praxeológica tampoco puede ser bíblica; nace con un virus desde sus mismos inicios.

El prólogo del cuarto evangelio incluye en su mensaje una polémica aplastante contra el idealismo racionalista anti-materialista. El autor vivía en Asia Menor, donde prosperaba la filosofía y nacía el neoplatonismo. Por eso, comienza su tratado con el lenguaje filosófico del “Logos”. Pero en la tradición platónica, el Logos no podía tener nada que ver con la materia; más bien, existía en el esquema metafísico precisamente para separar a dios y la creación.

Es una emanación divina muy inferior y mal nacido, el Demiurgo, quien torpemente da origen al mundo.  En el platonismo, la función del logos era la de aislar al theos de lo material (ta panta; kosmos) y de la carne (sarx).  Pero después de atraer a los filósofos con su terminología de Logos, el prólogo procede a dar dos puñaladas fatales al idealismo.

Primero, para la sorpresa de los filósofos, anuncia que toda la materia fue creada por el mismo Logos y no por el demiurgo (Jn 1:3). Segundo — ¡escándalo de escándalos! – afirma que el mismo Logos se hizo aquello con que no debía tener ninguna relación, se hizo sarx (carne). Es hora de reconocer que el idealismo racionalista, con la que se casó la teología desde sus inicios, es de hecho incompatible con el pensamiento bíblico y con la fe cristiana, y que una especie de “materialismo histórico”, con su corolario de una epistemolgía praxeológica, está en realidad mucho más cercana y compatible con ellos.

Un énfasis similar aparece en la comprensión de la fe según las epístolas novotestamentarias. La fe no es solamente, ni aun esencialmente, aceptación de doctrinas correctas (ortodoxia), por importantes que sean.

“Los demonios también creen, y tiemblan” (Stg 2:19). Es conocida la denuncia de Santiago contra la fe sin obras, pero el mismo concepto praxeológica de la fe caracteriza también a las epístolas juaninas y paulinas. En términos aun más drásticos que Santiago, I de Juan afirma que quienes dicen haber nacido de Dios y no practican la justicia, son mentirosos. Para este autor, la práctica de la justicia es evidencia obligatoria del nuevo nacimiento: Si sabéis que él es justo, sabed también que todo el que hace justicia es nacido de él (2:29).


Descubre más desde Teología Historia fe y pensamiento

Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.